El anuncio de
aquella carrera no cayó del todo bien entre la población reclusa, pero el
incentivo de librarse de un día a la sombra valía la pena. Urban, un joven
delincuente animó a sus compañeros.
—¿No hará mucho
frío?
—¡Mira que si
llueve!
—¿Y si nieva?
—Estarán
mirándonos.
Todos recibieron
respuesta y, tras las primeras reticencias, la oficina se llenó de candidatos
para la Sansilvestre, y el patio dejó
de ser un páramo para convertirse en una auténtica pista de entrenamiento.
Llegado el día, todos
ellos compitieron como pudieron, tiritando, sudando, respirando el aire gélido,
echando el hígado y sintiéndose libres. A cada cual lo miró alguien entre el
público: a uno su madre, a otro su hermano, a muchos sus víctimas. Y a Urban,
pese a llegar en el pelotón de cola, su hija le mandó una sonrisa, como si él hubiera
sido el vencedor.